La política es una actividad fascinante. También es una actividad difícil, impredecible, agresiva, que necesita de un saber muy particular (la sabiduría práctica aristotélica, la virtú maquiavélica, o en un lenguaje más cercano a nosotros, la “muñeca”) que no se aprende en las facultades de ingeniería, ni en los think tanks, ni en las carreras de ciencia política, ni en los cursillos de formación de dirigentes. El saber político no es igual, ni reducible, al saber técnico (que lo diga si no Lavagna, buen economista, mal político) ni a las buenas intenciones, ni a la honestidad personal.
Y esto, digo más, es bueno, porque la política no es ni puede ser administración tecnocrática o el manejo de las relaciones personales entre personas “buenas” que buscan “consensos”.
La política destruye, se come, tritura y luego regurgita, el discurso antipolítico. Quien decide entrar en ella (aunque sea para, teóricamente, destruirla) debe terminar jugando con sus reglas y así encuentra que o se ha transformado en un político de buenas a primeras, o salió eyectado del juego a los quince minutos del primer tiempo.
Esta semana nos regaló dos ejemplos bellos de la invencibilidad de la lógica política.
El primero es éste: Mauricio “Yo no hago política ni tengo ideología” Macri explicando a Clarín que a cada uno de los principales referentes políticos del PRO se le “asignará” una villa miseria de la capital para que la “conozca a fondo”.
Daniel Chaín, el “experto en temas de urbanismo” del PRO y “coordinador del área de la Fundación Creer y Crecer”, metido ya en el brete de explicar esta movida aclara que:
No habrá nombramientos formales pero tampoco seremos punteros. Simplemente se quiere jerarquizar el problema nombrando a personas que tengan contacto directo con la gente y sus necesidades y al mismo tiempo capacidad para plantear las soluciones y llevarlas adelante.
En mi barrio, a estas personas con contacto directo con la gente y sin nombramientos formales se las llama “punteros”. Se las llama, se las llamó y se las llamará así, porque, como nos dice esta bonita anécdota, la necesidad de contar con referentes en este tipo de comunidades que operen como cadenas de transmisión de un lado al otro de información y recursos es una necesidad estructural del quehacer político. Para manejar es el tema villas, que es una tremenda complejidad política (no sólo, ni primariamente, técnica, o urbanística, o ingenieril, sino política) se necesita un andamiaje político. A las villas no se puede (bueno, en realidad a ningún lado) bajar con un plano en una mano y una carpeta en la otra y decir “acá se hace esto que yo digo, thank you very much” porque, ya sabemos que pasa, la gente propende a enojarse y (a) a no votarte más o incluso (b) salir a armar quilombo, quemar gomas, etc. Así que lo que se necesita es hacer política, y eso necesita de punteros.
El PRO no hace un mes que ganó y todavía no lleva 24 horas gobernando y fue forzado a descubrir este desagradable hecho.
Otro ejemplo: el caso Romina Picolotti. Acusaciones, parece que bien fundadas, de corrupción dirigidas contra, no ya digamos un viejo y querido sindicalista sino una mujer que no sólo es joven y moderna sino que entró a la política directamente desde el sector más festejado, acariciado y elogiado de la ya santificada sociedad civil: las ONG ambientalistas.
Con una mezcla de temeridad e ingenuidad, la funcionaria parece haberse dedicado a contratar amigos y parientes y a alquilar para movilizarse aviones privados. Además de evidentemente alienar al personal de planta, quien yo apostaría se dedicó pacientemente a juntar comprobantes en una carpetita para luego pasársela a Clarín con todo sigilo (¿tal vez con algún incentivo de algún pingüino de un ministerio diferente? Cómo saberlo.)
Los referentes de la sociedad civil y sus ONGs, que deberían habernos ya rescatados de los vicios de la vieja política, muchas veces demuestran apenas entran a la gestión de la cosa pública que poco, o que mal, comprenden la dimensión política de sus acciones. Confunden buenas intenciones con carta blanca, asumen que todo el mundo los quiere–porque ellos no son políticos, ¿me entiende?–y se comportan de manera mucho más tiránica con su personal que otros funcionarios.
(Dicho esto, aclaro: las responsabilidades del jefe de Picolotti, un tal Alberto Fernández, son iguales o mayores a las de ella si se comprueban los desmanejos.)
Entonces, al final del día, es la política, estúpido.
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