lunes, 16 de julio de 2007

El cabecita



El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones. Reconocer en él, en el provinciano, al hijo del país, a una de nuestras partes, significa lisa y llanamente aceptar el viejo conflicto entre capital y provincia, entre unitarios y federales, entre ejército regular y montonera, entre gobierno patriarcal y gran puerto fenicio. Es algo que está más allá de las racionalizaciones del pequeño burgués, liberal y democrático, presionado por su realidad económica, por su desmesurado sueño de grandeza, por su deseo de ingresar, económica y espiritualmente, a la clase alta. Obsesionado por su status, por su apellido gringo, por su falta de tradición, se siente, en su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él, por fin, tienen algo en común. Sin embargo, esto no deja de ser una ilusión. Ser diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas humillaciones cotidianas. En esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. "Ahora tendrán que trabajar", dice en 1955, a la caída de Perón. "Los negros volverán a la cocina" hubiera dicho cien años antes, después de Caseros.

Pero mandar al intruso a la cocina o a la cárcel, no da tranquilidad a nuestras capas medias; ellas sufren, como el resto del país, los embates de la inflación, de la inestabilidad política y económica, que les impide, como suelen decir, vivir con decoro. No obstante, como ya es tradición (bastan leer las crónicas de Alberdi o los cuadros costumbristas del '80) el argentino medio puede aparentar un desahogado vivir, y aspirar, como premio, al señorío de las clases altas. Si algo le preocupa verdaderamente es ser confundido con los de abajo, delatarse -en un ademán, en un gesto, una palabra, en un vestido- como mersa. Los humoristas, sociólogos empíricos, ya han señalado esta situación. Cabe agregar que el vulgar temor a la vulgaridad lo lleva a copiar servilmente gustos, usos y costumbres, que la publicidad y las formas masivas de comunicación se encargan de imponerle. El estilo sofisticado de las revistas, el culto por las relaciones públicas y privadas a nivel de ejecutivos, las modas, lugares de diversión o jergas para iniciados, están indicando que nuestro depurado mersa se ha transformado en un obediente imitador. No es raro que, a sus prejuicios sociales, agregue algunos preconceptos sobre la importancia de pertenecer a un país de raza blanca u otras ambigüedades que alimentan su orgullo


Pedro Orgambide (publicado originalmente en la revista Extra, Buenos Aires, abril de 1967).

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